sábado, 29 de noviembre de 2008

Ryszard Kapuscinski, afectado por la malaria

El periodista polaco Ryszard Kapuscinski (1932-2007), premio Príncipe de Asturias de la Comunicación en 2003, fue uno de los mejores reporteros de la actualidad y la vida en África, a partir de los años 60, cuando la mayoría de los países africanos alcanzaron su independencia. En su excelente colección de artículos “Ébano”, hay un relato acerca de la malaria en que narra su propia experiencia tras contraer la enfermedad en Uganda.
EN EL INTERIOR DE UNA MONTAÑA DE HIELO
-Gracias a Dios estás vivo –oí-. Pero enfermo. Tienes malaria. Malaria cerebral.

Recobré el conocimiento en un instante, incluso quise incorporarme, pero sentí que las fuerzas me habían abandonado. Me encontraba en una habitación del recién inaugurado Mulago Hospital. El día anterior me habían traído en una ambulancia, sin sentido.

La malaria cerebral es el temible azote del África tropical. En tiempos, siempre acababa con un desenlace fatal. Ahora tampoco ha dejado de ser temible, siendo a veces mortal.

La primera señal de un inminente ataque de malaria es una inquietud interior que empezamos a experimentar de repente y sin ningún motivo claro. Algo nos pasa, algo malo. No tardamos en sentirnos entumecidos, pesados y sumidos en el marasmo. Todo nos irrita. Sobre todo la luz, detestamos la luz. Nos irrita la gente.

Al cabo de poco rato, a veces de repente y sin haber dado ninguna señal de aviso, se produce el ataque. Es un súbito y violento ataque de frío. Un frío polar, ártico. Empezamos a tiritar, a temblar a agitarnos. Nos atenazan unas vibraciones y convulsiones que al cabo de poco tiempo nos desgarrarán en jirones.

Lo único que nos puede sacar del mal trance momentáneo es que alguien nos tape. Pero no que nos tape de manera corriente: con una manta, una sobrecama o un edredón. La cosa consiste en que la prenda de abrigo debe aplastarnos con su peso, aprisionarnos en una forma cerrada, apisonarnos. Y, ¡fuera hace una temperatura de cuarenta grados!

Los más infortunados son aquellos que, al sufrir un ataque de malaria, no tienen con qué taparse. Pero, incluso protegidos por una docena de mantas, cazadoras y abrigos, los dientes nos castañetean y gemimos de dolor.

El ataque de malaria no se limita al dolor: encontramos en nuestros interior simas, despeñaderos y abismos. Tras un fuerte ataque de malaria, la persona se convierte en una piltrafa humana. Yace postrada en medio de un charco de sudor; la fiebre no le abandona, y no puede mover manos ni piernas. Todo le duele, la cabeza le da vueltas y tiene mareos. Esta exhausta, débil, inerte. Llevada por alguien en brazos, da la impresión de no tener huesos, ni músculos. Y pasan muchos días antes de que vuelva a ponerse en pie.

En África, cada año la malaria se ceba en millones de personas. Y allá donde se mueve más libremente –en territorios húmedos, pantanosos, situados en zonas bajas-mata a uno de cada tres niños. Hay diferentes tipos de malaria: algunos, los más benignos, se pasan como una gripe. Pero incluso éstos hacen mella en todas y cada una de las víctimas.

Es muy frecuente encontrar a personas adormecidas, apáticas y con los sentidos embotados. Permanecen sentadas o tumbadas en las calles o junto a los caminos durante horas y sin hacer nada. Les hablamos pero no nos oyen, las miramos y tenemos la impresión de que no nos ven. No sabemos si se trata de perezosos y haraganes incurables o si les mortifica un despiadado ataque de malaria. No sabemos cómo reaccionar, qué pensar de su comportamiento.